Afganistán, la falla del mundo

Lectura de Los muchachos del zinc. Conmovedora historia, de nuevo, de Svetlana Aleksiévich sobre Afganistán. La guerra afgano-soviética de 1978-1992. Terrible. Leo que murieron entre 600.000 y 2 millones de civiles… espeluznante. Los soviéticos tuvieron 15.000 bajas militares. Es mucho, considerando que la mayoría eran chicos muy jóvenes, que no sabían dónde se metían. No tenían suficiente preparación y murieron como moscas. Carne de cañón. Ocasionó una verdadera conmoción nacional. Contribuyó, sin duda, a la debacle final de la URSS. Aleksiévich describe el drama, como siempre, con una maestría conmovedora hasta convertir el texto en un clásico antibelicista. Aconsejo la lectura de la obra que, en catalán, (Els nois del zinc) tiene una excelente traducción de Marta Rebón en editorial Raig Verd.
No puedo resistirme a ofreceros un pasaje del libro, pues a su impactante alegato contra la guerra, que lo convierte a mi entender en uno de los grandes relatos antibelicistas de la historia de la literatura, cabe añadirle la sublime destreza de la escritora bielorusa, premio Nobel de literatura 2015, para dotar al texto de una tremenda fuerza dramática, de una gran tensión emocional. El libro se titula Los muchachos del zinc, impactante imagen de estos miles de chicos inocentes que devolvían envueltos en sus ataúdes de zinc. Aleksiévich tiene una habilidad prodigiosa para hacerte revivir el punzante dolor de las madres, de las familias, que recibían así los masacrados cadáveres de sus hijos. El testimonio de una madre; ahí va:
“Llamaron a la puerta… Pensé: “¿Será mi hijito?”. Fui corriendo a abrir, no había nadie.
Dos días más tarde los militares llamaron a mi puerta.
—¿Me he quedado sin hijo?
—Sí.
De pronto a mi alrededor no había más que silencio. Caí de rodillas en la entrada, delante del espejo.—¡Señor! ¡Señor!
Encima de la mesa había una carta inacabada:
“¡Querido hijo! Leer tu carta me puso muy contenta. Ya no hay ni un solo error gramatical. Dos de sintaxis, igual que en la anterior: un inciso y una conjunción, en ambos casos faltan las comas. Por favor, no te enfades con tu madre. En Afganistán hace calor. Procura no resfriarte, cariño. Te resfrías tan fácilmente…”.
En el cementerio todos estaban callados, había mucha gente pero todos guardaban silencio. Yo tenía un destornillador en las manos, no conseguían quitármelo.
—Déjenme abrir el ataúd… Déjenme ver a mi hijo… —Pretendía abrir el ataúd de zinc con un destornillador.
Mi marido trató de quitarse la vida: “No quiero vivir. Perdóname, pero yo no quiero seguir viviendo”. Le convencí:
—Tienes que ocuparte de poner la lápida, de colocar las baldosas. De arreglar la tumba como hacen los demás.”
Él no lograba conciliar el sueño. Me decía:
—Me acuesto y viene nuestro hijo. Me abraza, me besa.
Según la antigua costumbre guardé un trozo de pan durante cuarenta días… después del entierro… Al cabo de tres semanas se hizo añicos. Significa que la familia desaparecerá…
Distribuí las fotografías de mi hijo por toda la casa. Me hizo sentirme mejor, a mi marido al revés.
—Guárdalas. Me está mirando.
Pusimos la lápida. Una buena, de mármol caro. El dinero que teníamos ahorrado para la boda de nuestro hijo se fue para la lápida. Colocamos unas baldosas rojas y plantamos unas flores también rojas. Unas dalias. Mi marido pintó la valla.
—Ya está hecho todo. Nuestro hijo estará contento.
Por la mañana me acompañó al trabajo. Se despidió. Regresé a casa y le encontré colgado en la cocina, justo delante de la fotografía de nuestro hijo, de mi favorita.
—¡Señor! ¡Señor!
Dígame usted: “¿Son héroes o no lo son?”. ¿A santo de qué sufro estas desgracias? ¿Qué me ayudará a sobrevivirlas? A veces pienso: “¡Sí, son héroes!”. No es solo él… Son decenas… Filas enteras de tumbas en el cementerio municipal… Los días de fiestas allí truenan las salvas. Se pronuncian discursos solemnes. La gente lleva flores. Allí se organizan las ceremonias de admisión a las filas de los Pioneros de la Unión Soviética… Sin embargo, otras veces maldigo al gobierno, al partido… A nuestro régimen… Aunque yo soy comunista… Pero quiero saber: “¿A santo de qué? ¿Por qué a mi hijo lo empaquetaron en zinc?”. Me maldigo a mí misma… Soy profesora de lengua y literatura rusas. Yo misma le enseñaba: “El deber es el deber, hijo mío. Hay que cumplirlo”. Los maldigo a todos, pero por la mañana voy corriendo al cementerio y me disculpo:”
—Perdóname, hijo mío, por haber dicho eso. Perdóname».
Madre»
¿Tenéis hijos?… No hay palabras… o sí: estas. Terrible.
La guerra afgano-rusa se inició a consecuencia de los intereses soviéticos en la región —o debería decir, mejor, los temores—. La invasión soviética ya suscitó muchos interrogantes en la época de Gorbachov, que éste aclaró en parte. ¿Por qué la URSS de Brezhnev se embarcó en la guerra afgana? No fue, como se cree, una aventura expansionista como se dijo en su momento. La propia cúpula militar soviética desaconsejó la operación, pues los militares estaban convencidos de que sería un fracaso. En realidad, la invasión fue una reacción de los soviéticos ante el temor de que la revuelta de la sociedad afgana no se iba a llevar tan sólo por delante al régimen político de Kabul sino que, a tenor de quienes comandaban la rebelión, existían fundadas sospechas que Afganistán pudiera caer en manos “enemigas” —entiéndase EE.UU. y sus aliados— perdiendo su tradicional neutralidad y amistad con la URSS. Hay que tener en cuenta, además, la frágil situación política como consecuencia del triunfo de la Revolución Islámica de Jomeini en Irán. El temor a un brote de radicalismo islámico no sólo en Irán, sino en Afganistán, ponía a las repúblicas soviéticas de mayoría musulmana –Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán—en una posición delicada. Gasolina junto al fuego. Así, las autoridades soviéticas temían, con razón, lo que acabó sucediendo.
La propia URSS era ya un ente en descomposición. En este sentido, también las novelas de Aleksiévich son un retrato portentoso de esta caída, del embrutecimiento de mucha gente y, en el mejor de los casos, de la inmensa desilusión de tantos rusos, de tantos millones de ciudadanos que se sacrificaron por la construcción de un mundo mejor —¡que sarcasmo!—, o que dejaron la vida, detrás de un sueño que no pudo ser y acabó corrompiéndose.

Volvamos a Afganistán. Posteriormente, el país se enzarzó de nuevo en una guerra. Esta vez fueron los norteamericanos que lo invadieron para librarlo de los talibanes. Es el periodo 2001-2014. Una vez más, acaba en un caótico desastre. ¡Cuántos errores se cometieron! Al igual que los soviéticos anteriormente, los americanos salieron también con el rabo entre las piernas. Muchas de las tempestades que hemos cosechado en estos tiempos provienen de sembrar aquellos vientos… aunque ahora, nadie parece acordarse.
La falla geoestratégica
Afganistán está situado en un cruce de civilizaciones. Por el norte, en Kabul, conecta con las grandes estepas de Asia central a través de la imponente cordillera del Hindú Kush; al sur, Kandahar y Ghazni se abren hacia Pakistán y las llanuras indias y el valle del Indo, tradicional camino de penetración en esta región del mundo. Afganistán es una encrucijada de caminos comerciales y culturales desde el neolítico, quizás más lejano en el tiempo de lo que conocemos o imaginamos. Pensemos en la ruta de la seda, posiblemente la transición más emblemática de la historia de la humanidad. Tiene una dimensión mítica, casi fabulosa… Marco Polo. Pero no es sólo un lugar de paso, sino un universo riquísimo en sí mismo, donde habitan centenares de etnias distintas, con culturas, lenguas y costumbres muy diversas. Afganistán, contra una primera impresión precipitada, tiene un colorido impresionante, fascinante. Debajo de su apariencia gris y polvorienta de las grandes estepas y cordilleras de Eurasia, se esconde un centro neurálgico del planeta.
Podríamos afirmar que Afganistán es uno de aquellos lugares de la Tierra que están permanentemente en conflicto. En sentido figurado, es como las fallas tectónicas, que de vez en cuando se quiebran o se deslizan una sobre otra, produciendo inmensos cataclismos. Afganistán es una falla geoestratégica del planeta, en el sentido que lo es también, por ejemplo, Oriente Medio. Siempre lo ha sido. Además, Afganistán es un país rico en recursos minerales de lo más variado. Con toda seguridad suscita la codicia de Rusia, China o los EE.UU. Razones inconfesadas subsisten también en los conflictos actuales y de todos los tiempos.
Desde la época del Imperio británico en la India, Afganistán se convirtió en un estado bisagra entre las potencias de la zona, Rusia e Inglaterra. La falla geoestratégica, el vórtice en el que chocan los contrapuestos intereses humanos generan una energía inaudita, volcánica, que se expande en un temblor diabólico por todo el planeta. Unos y otros aspiraban a saber más de este remoto reino del que casi nada se sabía desde la campaña de Alejandro de Macedonia. Curiosidad… acaso codicia, también. La embajada de Napoleón, desplazada unos años antes hasta Teherán, en 1807, para intentar penetrar en el país, resulta infructuosa. Lo mismo por parte de los rusos, unos años más tarde. El reino era todavía un misterio para las potencias europeas, en aquellos tiempos de aventura y, aún, de descubrimiento, con la velada intención del saqueo.
Nuristaníes, los auténticos aborígenes de Afganistán
Afganistán es un país intrincado, difícil de invadir. No sabían dónde se metían. Sus gentes son aguerridas, difíciles de vencer. Así ha sido desde la antigüedad. Veamos sino lo que le pasó a Alejandro Magno, un genio militar que conquistó el mundo, pero que también encalló aquí, más de trescientos años antes de nuestra era. Afganistán, más allá del Hindú Kush, era el fin del mundo según Aristóteles —contemporáneo del conquistador macedonio, por cierto. ¡Y su profesor!—. Era una proeza llegar hasta Kandahar en aquellos tiempos, que los helenos bautizaron con el nombre de Alejandría. Y más allá, atravesando desiertos y peligrosos desfiladeros, hasta Herat o Kabul. La ferocidad de los nativos era más peligrosa que el frío y el hielo, y diezmaron más a su ejército que las inclemencias del clima riguroso. Algo parecido había de ocurrirles a los ingleses veintidós siglos más tarde. Algunos antropólogos han sugerido que existe una etnia remota en una apartada región montañosa de Afganistán en la que sus habitantes son rubios de ojos azules y muestran un extraordinario parecido con europeos nórdicos. ¿Casualidad? O, acaso, una parte del ejército del gran macedonio decidió quedarse aquí para siempre y hoy contemplamos a sus descendientes, apenas mezclados con las gentes de otros valles. No hay pruebas concluyentes, pero alimentan la fábula de un país fascinante y aún desconocido. Son los nuristaníes, habitantes del Kafiristán, una región aún más misteriosa en las estribaciones de los Himalayas. Ahí donde se separa el Afganistán del Chitral. Una tierra de “paganos”, que jamás se convirtieron al islam, altos y rubios, y que gustan de beber vino… como sus ancestros… ¿macedonios? Lo que es seguro, es que son muy fieros; les precede la fama de no dejar salir vivo de su territorio a ningún extranjero.
Monstuart Elphinstone, agente británico de la Compañía de Indias, llega a Kabul en 1809, pero no puede entrar en Kafiristán. Envían a un emisario local, que reúne información sobre los usos y costumbres de esta etnia misteriosa. “Poseen rasgos europeos –decía Elphinstone, en el libro que escribió más tarde— y sus mujeres, de cabellos a menudo rubios, son destacables por su belleza —imaginamos que a Elphinstone le emocionaba el canon de belleza europeo, pues no vemos que las mujeres de otras etnias sean menos hermosas en esta tierra—. Hablan una lengua totalmente desconocida por sus vecinos —continúa—, utilizan mesas y sillas bajas, contrariamente a los musulmanes de la llanura. Beben vino en grandes copas de plata, que constituyen sus más preciadas posesiones. Rinden culto a sus antepasados y adoran a un gran número de ídolos a los que ofrecen sacrificios de cabras o vacas”—como en las antiguas hecatombes de los helenos—. Y, atención, aquí viene lo más sorprendente: “para ellos constituye un deber matar musulmanes y ningún joven podrá casarse en tanto no haya matado a uno.”, dice el británico. Una cosa está clara, ni Elphinstone, ni los estudiosos posteriores pudieron jamás demostrar que la lengua que hablan los nuristaníes tenga nada que ver con el griego clásico. En cualquier caso, todo lo que concierne a este pueblo está cubierto bajo un misterioso velo, poco se sabe. Alexander Burnes, un aventurero inglés que viajó por estos parajes en 1826, afirmó que eran los auténticos aborígenes del Afganistán.
Encrucijada de civilizaciones

La destrucción de los budas de Bamiyan, verdaderos gigantes tallados en las altas laderas de piedra de los imponentes valles del Afganistán central, dinamitados por el fanatismo de los talibanes, mostraron al mundo el retorno de las tinieblas, como si la humanidad se sumergiera de nuevo en los tiempos oscuros y todos nosotros, estupefactos, descubríamos de repente, detrás de la barbarie, la suntuosidad y grandeza de estos dioses de piedra que nos hablan del fervor de civilizaciones desaparecidas. Hoy inquietan de nuevo a los fanáticos, que nada entienden. Bárbaros de tiempos oscuros y violentos a los que se les escapa la comprensión de la edad de oro de sus antepasados. En tiempos muy lejanos, entre los siglos V y VII, peregrinos chinos que se dirigían a India atraídos por la buena nueva del budismo, habían oído contar fascinantes historias de estos budas tallados en los inmensos macizos montañosos de Bamiyan. Atravesaron entonces los desiertos de Xinyiang —que, por cierto, tiene la particularidad de ser el punto de la Tierra más alejado de cualquier mar— y se aventuraron en ese mundo difícil, desconocido y fascinante de Afganistán.
Efectivamente, Afganistán es un país deslumbrante. Único en el mundo. Lástima que sus guerras contemporáneas, ligadas al fundamentalismo islamista, hayan producido una imagen aborrecible. La realidad es, sin embargo, que pocos países en el mundo tienen una mayor diversidad humana y cultural. Tierra de paso en medio de Eurasia, constituye un cruce de caminos fundamental en la larga y compleja historia de la humanidad. Los occidentales, siempre tan egocéntricos, creemos que Afganistán es un país desértico y desabrido, abandonado de la mano de Dios, donde hombres pobres y atrasados, medran en una vida monótona y miserable. Al contrario, Afganistán esconde una paradójica riqueza cultural. Ha sido una verdadera encrucijada de la humanidad; por aquí han pasado desde los griegos hasta los grandes emperadores de la civilización Mogol, paso obligado de la mítica ruta de la seda que une China y Occidente desde la noche de los tiempos, mucho antes de lo que nos pensamos. Y volverá a serlo, como apuntan los planes de Xi Jinping para construir un inmenso corredor euroasiático que acercará a todos los pueblos de Asia, Europa y África. ¿Un retorno a los orígenes?
En los felices años setenta, época de reivindicaciones pacifistas y ensoñaciones románticas que nos hicieron creer a muchos occidentales, ingenuamente, que la revolución hippie iba a cambiar el mundo, algunos de nosotros, privilegiados de una civilización opulenta, recalamos aquí para sucumbir a los encantos del hachís y otros exotismos. ¿Qué sabían entonces esos jóvenes ingenuos, que defendían el amor y no la guerra, de placas tectónicas, de los avatares de antiguas civilizaciones o de vórtices geoestratégicos… ¡Ay, como perdimos la inocencia… y la virginidad de nuestros ideales, despertando de nuestro sueño a un mundo más desabrido, acaso más… ¿real?… y, con toda seguridad, mucho más truculento!
Impresionante post, Paco! Te envidio por haber podido visitar Afganistán cuando era más fácil. A mí es uno de los (muchos) países que me quedan pendientes.